Por: Jennifer Cházaro
Mientras que en la región se ha vuelto una práctica habitual almacenar agrotóxicos en la cocina, Wilson Avilés invoca a la apicultura maya como un acto de resistencia. A través del cuidado de las abejas y la sensibilización sobre los efectos de los venenos, resiste ante un modelo que contamina a la tierra y a quienes la habitan.
En un escenario en donde los agrotóxicos se han vuelto parte de lo cotidiano, Wilson, de la comunidad Candelaria en José María Morelos, Quintana Roo, representa la voz de quienes se niegan a normalizar el uso de los venenos. Como maya apicultor, su testimonio revela una realidad alarmante: “La gente se ha acostumbrado a vivir con los agroquímicos, algo que es muy dañino para nuestra salud. La gente los tiene en sus almacenamientos o en sus pequeñas bodegas en la cocina o cerca de la cocina y lo ven normal, almacenar productos de agroquímicos”.
La llegada de capital externo ha intensificado el uso de los agrotóxicos. Avilés describe cómo empresarios de otros estados compran derechos ejidales, desmontan extensas áreas y establecen cultivos intensivos con alto uso de los químicos, creando un círculo de contaminación que afecta directamente a los polinizadores.
En este contexto de toxicidad normalizada, para Wilson, mantener la tradición y la práctica de la apicultura “significa resistencia porque a pesar de todo lo que está pasando y lo que está por venir, nosotros seguimos aquí con la apicultura demostrando que aquí resistimos y aquí seguiremos resistiendo”.
A pesar de enfrentar la muerte masiva de abejas por intoxicación, él y otros apicultores de su comunidad persisten: “mientras tengamos la semilla, mientras tengamos un poquito, siempre vamos a tratar de seguir”. Por ello, Wilson y otros apicultores comparten conocimientos para fortalecer sus colmenas y apiarios.
“Usamos lo que tenemos al alcance, algo sano y natural”, explica, en contraste con la dependencia en los insumos químicos que predomina en la agroindustra. Su enfoque parte de la idea de que ser agricultor y apicultor van de la mano.
Buscando dejar la normalización atrás
La normalización del uso de venenos en la región tiene raíces profundas. Wilson observa que “la gente que va creciendo y se va incluyendo en el trabajo agrícola, nació y creció viendo que el uso de los agroquímicos es algo natural o necesario para que puedan producir, pero pues no nos hacemos esa pregunta a cambio de qué, a cambio de pues de nuestra salud que es lo más importante”.
Esta aceptación crece por una falta de información: “mucha gente los usa de manera inconsciente. A lo mejor sí sabe que los dañan, pero exactamente no saben cómo y cuándo”.
Como muestra de ello, Wilson realizó una encuesta en su comunidad que arrojó un dato alarmante: solo uno de diez conocía el concepto de “intervalo de seguridad”, es decir, los días que deben pasar antes de reingresar a un área fumigada. Como consecuencia, los cultivos se cosechan mientras aún contienen residuos de venenos. Lo que, menciona Avilés, ha derivado en un aumento de enfermedades, desde padecimientos renales hasta cáncer, incluso en niños.
Relata el caso de una familia que vende agrotóxicos y cuyo hijo de 8 años, expuesto constantemente a “ese cóctel de venenos”, requirió cirugía de apéndice. La madre, sintiéndose culpable, buscó ayuda en él para poder concientizar a sus clientes. “Pero yo le comentaba de que no se sintiera culpable porque eso viene desde arriba”, agregó.
Wilson explica que esta situación se agrava porque los productos más peligrosos circulan sin ninguna restricción: “en otros países están prohibidos, pero aquí en México los tenemos libremente”. Incluso ha encontrado tiendas que venden agrotóxicos al menudeo, sin etiqueta, “muy malísimo para la salud”, agrega.
A pesar de organizar pláticas para concientizar sobre los riesgos de los venenos en la salud humana, el agua, las abejas y el medio ambiente “la gente está muy cerrada en querer escuchar los riesgos. Simplemente no salen, no se les hace llamativo o interesante escuchar pláticas referente a los agroquímicos” menciona Avilés. Sin embargo, ha logrado que las tres tiendas de agrotóxicos de su comunidad le permitan entrar y hablar con el personal para informarlos.
Frente a esta realidad, Wilson, junto con otras siete personas de su comunidad, trabaja su parcela y cultivos de manera orgánica “para demostrarle a las personas que lo orgánico sí se puede y es algo más barato, más saludable y mejor para todos, para nosotros los seres humanos, para los animales, para nuestra agua, para nuestro medio ambiente”. De esta forma, intentan romper con la idea de que lo orgánico no es viable.
Para Wilson, es fundamental que las nuevas generaciones comprendan el valor profundo de estas acciones: “Aparte de que nos da beneficios económicos, nos trae beneficios ambientales que no podríamos pagar ni con el dinero que tenemos; no podemos pagar lo que las abejas hacen por nosotros”.
Por eso su esperenza en los jóvenes y su deseo por ayudarles y transmitirles sus conocimientos “Apoyamos a los jóvenes que van empezando en la apicultura. Siempre hemos estado ahí para poder apoyarlos y que sepan que cuando necesiten algo como apicultores ahí estaremos”.
Así, su vínculo con las abejas va más allá de los beneficios tangibles. Al hablar de sus colmenas, aparece el verdadero sentido de su actividad: “Sentimos paz, sentimos alegría cuando uno va a visitar sus colmenas. Esa paz es armonía con las abejitas y representa un momento especial”, dice. Y lo resume con una certeza aguda: “Ser apicultor es ser guardián de los insectos polinizadores más importantes del planeta: las abejas“.