Por: Mariana Beltrán
La primera vez que Valentín se adentró en la selva del ejido donde nació tenía 24 años. Había retornado a X-Yatil, en Quintana Roo, después de trabajar en “Playa del crimen”, como es llamada Playa del Carmen por gente de la zona como él. En esa ciudad a la que llegó a sus 18 años y cuya población es 267 veces más grande que la del lugar donde creció, Valentín fue personal de Seguridad del aeropuerto de Cancún y de un hotel hasta que un día lo asaltaron y decidió volver a su pueblo.
Al volver, Valentín se encontró con el comisario Fray, quien le dijo:
“Ven a trabajar aquí, es bonito trabajar en el monte”.
“Ni conozco los árboles“, dijo Valentín, quien a pesar de haber crecido cerca del ejido nunca se había adentrado en él.
“Pero vas a conocer, vas a estar con gente que tenga experiencia“, dijo Fray.
Cuando Valentín vió su primer árbol de gran tamaño en el monte se emocionó. “Mira este árbol, le dije a un amigo. ¿Qué árbol es?, me pregunta. Es una caoba, le contesté. Se acerca y lo ve, ¡no es caoba, chamaco! Es un Chakté Viga, dice. Pues yo no lo conozco, le respondo, se parece a la Caoba del pueblo… ¡Pero no es, es muy diferente!“, relata entre risas Valentín.
Valentín avanza cautelosamente por la selva viva de Quintana Roo. El piso lodoso y lleno de montañas de piedra hacen que las llantas del tractor que va manejando se resbalen. El aire caluroso y húmedo de un típico día le pega en la cara y la confianza le invade el cuerpo. Choferea un tractor azul rey sin temor a avanzar durante los diez kilómetros de distancia que toma llegar al área forestal permanente del ejido X-Yatil.
Conoce bien el camino. No solo por haberlo recorrido decenas de veces, sino porque entiende lo que representa. Aquí, en medio de la espesura, comienza el trabajo que sostiene a su comunidad.
Durante años, los pobladores de X-Yatil han cargado con un estigma que no les pertenece: el de ser talamontes. Para ellos, esa palabra significa algo muy distinto. Un talamonte es quien irrumpe sin permiso y arrasa sin control. En cambio, lo que hacen las comunidades que manejan el monte, como X-Yatil, es completamente distinto: planifican, reforestan, respetan los tiempos del monte. Caminan su territorio a diario, y en ese andar constante también vigilan.
“La ventaja de estar andando en el monte es que estamos vigilando. Cualquier incendio lo podemos ver a tiempo, y si lo vemos a tiempo, lo podemos controlar“, dice Valentín.
Además del trabajo físico que implica extraer la madera —desgastar los cuerpos, caminar largas jornadas, exponerse al calor y los peligros— está el compromiso espiritual. Cada año, antes de comenzar la temporada, los campesinos celebran Las Primicias: una ceremonia en la que ofrecen los primeros elotes de la milpa al Yuum K’ax, el señor del monte, y a otras deidades mayas. Piden permiso. Agradecen. No se trata solo de cortar, sino de honrar.
El aprovechamiento forestal maderable aquí no es saqueo, es ritual: “los árboles viejos se aprovechan para que nuevas especies puedan surgir y dar oxígeno“, explica Valentín mientras sus botas se hunden por el camino de zapotes, tzalam, chechén, chakté viga y chacás rojos, recién cortados.