Por: Mariana Beltrán
La oficina de Anastacio no tiene paredes, ni techo, tampoco un ventilador para pasar el calor asfixiante que hace la mayor parte del año en Campeche. Pero no le hace falta, su oficina es fresca, y cualquier árbol puede convertirse en techo o en silla. Después del Amazonas, la Selva Maya es el continuo de bosque tropical más grande de América. “Muchos podrán decir que no, pero sí, esta es mi oficina”, dice Anastasio con una sonrisa, a la sombra de un árbol de flores amarillas, rodeado por el zumbido constante de las abejas.
La Reserva de la Biósfera de Calakmul protege 728 mil hectáreas de bosques tropicales. Su extensión —unas tres veces más grande que la Ciudad de México— está dedicada a la conservación de la flora y fauna, entre ellos jaguares, tigrillos, monos, tapires, tucanes y águilas. Anastasio no solo es una de las casi 32 mil personas que viven en Calakmul, también es su guardián. Conoce los caminos, los árboles preferidos por las abejas y los sitios donde venados y pecaríes se acercan a beber agua.
“Vas a la selva de Yucatán y casi no encuentras fauna. Hay grandes extensiones agrícolas, todo está impactado por el humano. En cambio aquí, si pones una cámara trampa, vas a ver pasar venados, pecaríes, coatíes, agutíes, faisanes… incluso jaguares“, dice con la certeza de quien ha caminado cada rincón de su territorio.
Esa misma riqueza ha despertado el interés de quienes quieren transformarla. A lo largo de los años, han llegado propuestas “tentadoras”: “una vez quisieron construir un aeropuerto, otra levantar una ciudad; volver urbana una parte de la selva”. Les ofrecieron 10 millones de pesos por un pedazo de Calakmul. “Querían comprar y urbanizar, y hubo quienes sí pensaron en aceptar”, cuenta Anastacio. “Pero dijimos que no. Si estamos comprometidos con cuidar el medio ambiente, si estamos comprometidos con cuidarnos incluso a nosotros mismos, teníamos que decir no”.
Esa decisión no ha sido fácil. Proteger Calakmul implica resistir constantemente a la presión del dinero. Anastacio lo sabe bien. El Tren Maya ha traído consigo promesas y contradicciones, como proyectos turísticos dentro de la misma Reserva, hoteles construidos por el Ejército en zonas de conservación. “Ha sido difícil no caer en la tentación del dinero”, admite.
Anastacio habla con calma, pero sus palabras son claras: lo que está en juego es mucho más que una parcela. “Se están haciendo desarrollos turísticos dentro de la Reserva, incluso en la zona núcleo, donde no debería tocarse nada. Se amplían carreteras, se levantan hoteles, y eso le está quitando espacio a la fauna. Luego nos sorprendemos cuando el jaguar llega a una comunidad. Pero es porque ya le estamos quitando su casa en el centro de la selva. Lo estamos obligando a buscar otros lugares, y eso lo pone en riesgo“.
El problema no es solo ecológico, es también una cuestión de justicia y territorio. “Hay leyes que dicen que esto no debería pasar, pero no se están respetando. Y al final, los que vivimos aquí, los que cuidamos, somos los más afectados“, dice.
Anastacio observa detenidamente la selva donde está parado. No hay ruido de motores, ni postes, ni calles. Solo el canto lejano de los pájaros y la brisa que agita suavemente las copas de los árboles. “¿Qué significado tiene el lugar donde yo estoy? Es mucho. Porque estoy en un área donde el sonido que escucho, mayormente, es el de las aves y el aire fresco”.