Por: CCMSS
Históricamente, las juventudes han sido excluidas de la toma de decisiones sobre el territorio ejidal. Sin embargo, jóvenes en la península de Yucatán desafían este orden. Dos colectivos juveniles, a través de su trabajo en la apicultura, no solo fortalecen la economía local, sino que resisten el modelo agroindustrial que envenena a las abejas con agrotóxicos.
En muchos ejidos existe una desigualdad estructural: las y los jóvenes no pueden participar en igualdad de condiciones que los hombres adultos, quienes por casi un siglo son el principal grupo poblacional que ha gozado de derechos agrarios. Bajo este arreglo, las juventudes quedan excluidas de las asambleas ejidales, escenarios donde se toman decisiones que afectan al territorio comunitario y a los bienes comunes. “Los jóvenes están a un lado y los mayores siempre están ahí en las juntas”, describe Erika Anahí la realidad cotidiana que viven las nuevas generaciones.
Ante esta limitación, jóvenes, mujeres y hombres, de la comunidad Candelaria en José María Morelos, Quintana Roo, encontraron nichos para fortalecer la apicultura local, generar ingresos económicos y ocupar un rol de servicio que les permite ser reconocidos dentro de una estructura que tradicionalmente los margina. Así surgieron dos colectivos: Corazón de Miel, dedicado al estampado de láminas de cera de abeja, y Celda Real, especializado en la crianza de abejas reina.
La creación de estos colectivos no fue casual, sino una solución deliberada ante un problema logístico constante: para conseguir láminas de cera estampada y abejas reina de calidad, los apicultores de la comunidad debían trasladarse hasta la cabecera municipal de José María Morelos, invirtiendo tiempo valioso y recursos económicos. “Nosotros quisimos tenerlo en nuestra comunidad para que ya no vayan a Morelos”, explica Erika, evidenciando el sentido comunitario que tiene su trabajo. Más que un emprendimiento individual, se trata de un esfuerzo compartido que busca fortalecer la economía local y facilitar el trabajo de los apicultores.
El colectivo aprendió el proceso de estampado de cera a través de capacitaciones técnicas, pero rápidamente se apropiaron del conocimiento y lo adaptaron a las condiciones locales. “Ya no le metemos ningún químico ni nada, todo es natural”, destaca Erika, contrastando su producto con las láminas comerciales que contienen parafina y otros químicos que pueden afectar la salud de las abejas y limitar a la miel la cualidad de producto orgánico.
Paralelamente, el colectivo Celda Real aborda otra necesidad crítica en la apicultura. Vladimir Chavarría explica: “Nosotros vimos que era una necesidad, porque como no sabemos producir las reinas en nuestras propias colmenas, la mayoría de los apicultores aquí solo recolecta enjambres: los bajan y los colocan en las colmenas. Pero a veces esos enjambres no son buenos, no crecen en población o se van.” El colectivo, conformado por cuatro hombres y una mujer, trabaja de manera coordinada en un proceso técnico complejo que requiere conocimiento especializado sobre el comportamiento de las abejas y las condiciones ambientales locales.
Tradición que se renueva
Ambos colectivos construyen sobre una base sólida de conocimientos ancestrales que han sido transmitidos por generaciones. Diana reconoce esta continuidad histórica: “Esta es una tradición que traían mucho antes los antiguos abuelos o bisabuelos que les gustaba la apicultura, desde ellos trajeron este proyecto a todos los de la localidad y les gustó tanto como a los tíos, hermanos, sus propios hijos les gustó y sigue la producción de las abejas”. La apicultura no es una actividad nueva en la comunidad, es parte del tejido social, cultural y económico local.
Vladimir describe la importancia de su trabajo: “Nosotros hacemos este trabajo porque es muy importante para nosotros, para todos los apicultores de esta zona, porque no hay otro colectivo, alguien que se dedique a la producción y a la venta de estas reinas“. Su trabajo destaca porque se basa en conocimientos sobre genética apícola: “Nosotros seleccionamos nuestras mejores colmenas para así reproducir a las abejas. Comenzamos desde cero en la crianza de reinas. Nos enseñó un técnico de Bacalar y ahora ya llevamos como año y medio haciendo este trabajo“.
Cuando el “desarrollo” mata la vida
Sin embargo, su labor ha adquirido una dimensión urgente de resistencia ante las amenazas crecientes del modelo agroindustrial que avanza en la región. Vladimir documenta con precisión la devastación: “Aquí en la localidad de Candelaria ha habido tres casos de muerte masiva de abejas por uso de agroquímicos, de pesticidas”. Su testimonio personal ilustra la magnitud del problema: “Cuando me estaba adentrando en el mundo de las abejas, ahí sí me afectaron, porque cuando utilizan ese pesticida tenían sembrado hectáreas de chile habanero y les metían los líquidos bien dañinos a las colmenas y causó una muerte como de a cinco kilómetros a la redonda, como de unas 300 colmenas afectadas”.
Los efectos de los químicos van más allá de las colmenas. Vladimir explica cómo la falta de polinizadores afecta a toda la agricultura local: ” Hay muchos que veían que crecía el fruto, pero no se quedaba, lo abortaba. Al no haber abejas, muchos decían que traigan abejas cerca de sus cultivos para que los polinizan”. Esta interdependencia entre la apicultura y la agricultura local demuestra que el trabajo de estos colectivos juveniles trasciende lo económico, para convertirse en una defensa integral de los sistemas comunitarios reproductores de vida.
El mensaje de Vladimir es claro: “Sean más conscientes al uso de pesticidas, porque daña no solo las abejas, daña muchos insectos que polinizan y son beneficiosos para todas las plantas”. Su reflexión conecta con una preocupación global: “He visto varios documentales donde dice que, en China, debido al uso excesivo de agroquímicos, ya no hay abejas que polinizan y manualmente lo hacen las personas“.
Construir nuevos caminos
Aun con el camino que han creado, las y los jóvenes enfrentan retos complejos. Paulina, del colectivo Corazón de Miel, identifica como principal obstáculo “poder tener nuestro propio espacio, nuestro propio lugar para estampar la cera, porque somos un colectivo pequeño, no contamos con suficientes recursos para construir un espacio y la renta de los locales es muy elevada”. Sin embargo, ya tienen planes concretos: cuentan con un terreno donado por uno de los integrantes y están ahorrando para construir su propio taller.
Sus proyectos a futuro son ambiciosos pero realistas. Quieren construir infraestructura propia, incorporar más jóvenes a sus procesos productivos y diversificar su oferta de productos apícolas. Vladimir encuentra en su trabajo una conexión profunda con la naturaleza: “A mí me gusta cuidar de las abejas más que nada. Me gusta estar ahí y ver cómo trabajan. Me gusta encontrarme con la naturaleza porque gracias a ella se genera todo de las abejas”.
Desde posiciones estructuralmente marginales, estos colectivos demuestran que es posible crear espacios de participación, fortalecer la economía local y defender prácticas tradicionales frente a las presiones del desarrollo extractivo.